Esta entrada es una reflexión que hice a la vuelta de un viaje a Zaragoza, a la cual llegué por tren y pude conocer de primera mano el majestuoso edificio de la estación de las Delicias proyectado por los arquitectos Carlos Ferrater, José María Valero, Félix Arranz y Elena Mateu. A primera vista, se trata de una edificación cerrada, formada por una sucesión de bandas paralelas, blancas y asépticas, que contrastan con su cuidado interior.
Un edificio descomunal en sus medidas, pero delicado en sus proporciones y potente en sus formas, en la que la cubierta reivindica su importancia como principal creadora del espacio interior. Una cubierta de composición triangular, que modula la luz y hace creer al usuario una livianidad que no es tal. Este engaño lo consigue gracias a que no necesita pilares interiores para sustentarla, ni distraigan la atención de lo que es más importante: las diferentes vías del y sus estilizadas máquinas sobre ellas.
Desde un punto de vista económico y social, la magnífica construcción, que alberga un hotel de 4 estrellas y 265 habitaciones, cuyos salones y salas comunes dirigen sus vistas al interior de la estación, es un edificio desproporcionado para la ciudad de poco más de 670.000 habitantes. No obstante, la reflexión a la que nos lleva el edificio no es si su tamaño es acorde con la necesidad de la ciudad donde se levanta, puesto que Zaragoza es un importante nudo de comunicaciones, así como un importante centro industrial, económico e histórico. lo que representa la estación de las Delicias es un cambio de mentalidad.
No es la primera vez que Zaragoza edifica un edificio de tamaño desproporcionado, si tenemos en cuenta su población, no su importancia histórica, pero que ha servido de locomotor de la ciudad desde entonces: la catedral-basílica de Zaragoza, que es el templo barroco más grande de España y cuando fue construida en el siglo XVII, la ciudad no contaba con más de 20.000 habitantes.
(Fuente)
La basílica de Nuestra Señora del Pilar fue un símbolo de espiritualidad de su época, pero también de la riqueza de la ciudad en aquel momento. El edificio resultó no ser tan desproporcionado, puesto que atrajo admiración, riquezas y poder a la ciudad y a sus habitantes.
Cuatro siglos después, en un mundo en el que la religiosidad ha sido apartada en pos de nuevos valores, la estación de las Delicias es un alegato a la industrialización y al intento de Zaragoza de mirar hacia adelante. Donde antes la mayor expresión colectiva de una ciudad era el levantar la mayor iglesia para demostrar su pujanza, ahora es conectarse con un mundo cada vez mayor levantando estaciones de tren y aeropuertos.
Mirándolo así, la estación del AVE de Zaragoza no parece tan grande.
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